S.O.B.
Es ya un lugar común el comparar las series que aparecen en esta época dorada de la televisión con el arte narrativo que dominó la cultura occidental durante los últimos dos siglos: la novela. Como si fuera menos, por ser televisión, o como si dijera menos, por serlo, la crítica se apresura a justificar su enamoramiento hablando de las “grandes novelas televisivas” [1], herederas de las grandes sagas decimonónicas del Realismo pre-Modernista, con su ciclo narrativo claro, familiar y comprensivo.
En gran parte, sino en toda, esto es producto de la naturaleza episódica y periódica de la televisión, que nos devuelve a los seriales, o a la gran era del folletín. Pero vivimos en un mundo post-Lyotard, en el que la narrativa se cuestiona y no es tan clara, en el que dudamos del sentido general de las cosas y dejamos que esta duda traspase las barreras, como un charco en el piso de arriba que termina de desfondar nuestros techos, hasta hacer que dudemos de nosotros mismos, del lugar que ocupamos en el mundo, de nuestras propias narrativas.