Una vez, conversando con la madre de un amigo, me dijo que el principal motivo para el que estaban hechas las canciones era para recordar, al escucharlas, algún momento de tu vida. Exactamente eso es lo que me pasa con Vargas Llosa.
Recuerdo tener once años y, sentado en medio de una casa casi vacía, mientras mi madre terminaba de preparar la mudanza, y en La ciudad y los perros Ricardo llegaba a Lima, sentir, por primera vez, como la literatura me volaba la cabeza.
Recuerdo escuchar a mi padre hablar de los momentos finales de la utopía de Canudos, cuando los discípulos rodean el cuerpo ya inservible del profeta. Recuerdo su risa, y recuerdo la mía cuando, al tiempo, llegué a leer la misma escena que él contaba.
Recuerdo despertarme temprano un día de playa, antes de los quince, y acostarme en la sala de una casa que ya no existe a aprender que los celos son un gusano que te roe, y que es posible, e incluso valiente, no hacer nada, no tomar partido por nada, con tal de que no lo tomes por lo que sabes que está equivocado.
Recuerdo Ecuador, pero más recuerdo Santo Domingo, aunque jamás lo he pisado, y la media luz de la espera al costado de una carretera.
El 7 de octubre una parte importante de mi vida recibió el Premio Nobel de Literatura. Y yo, por primera vez, lloré de alegría.
Mirando Canciones
Cuando pienso en escribir sobre canciones, la primera persona que se me viene a la mente, mi modelo platónico, es Benito. Durante años mantuvo vivos dos blogs (Fuck you Tiger y Dragon Lieder) en los que habló de política y de cultura en general, pero sobre todo de música.
El gusto de Benito es omnívoro: desde noise japonés o metal escandinavo hasta folk latinoamericano, todo es apreciado, medido y procesado. Y es justo esta manera de procesarlo lo que me interesa tanto de su escritura: Benito liga cada canción íntimamente con su vida y sus recuerdos. Ninguno de estos recuerdos es demasiado particular por sí mismo: un paseo en la playa, alguna conversación de bar, una mujer que preferiríamos que no se haya ido. Son cosas que nos pasan a todos. Pero el contrapunto entre esos recuerdos y las canciones de las que habla es el que hace que todo cambie, que las cosas triviales se vuelvan especiales.
Benito, a veces, hablaba de las historias detrás de las canciones. O de las canciones como historias. Las letras son frases de personajes, o descripciones de estados de ánimo. Las letras dicen algo. Al fin y al cabo estamos hablando de canciones.
Benito es también Tüssi Dematteis, cantante de La Hermana Menor. Reflejando sus gustos, la música de LHM es, por decir lo menos, ecléctica: bossa-nova, noise, punk, rock, folk. Todo vale.
Pero lo que me importa en este caso no es tanto el sonido de las canciones, sino lo que dicen. Creo, podría aseverarlo, que las letras de LHM son las mejores que se han escrito en el rock latinoamericano en la última década. O tal vez desde siempre.
Las canciones que más me gustan de Dematteis, las que mejor le salen, tienen, siempre, temas muy adultos: hablan de personajes moviéndose de un lado a otro, pero casi nunca avanzando, como si algo los mantuviera pegados a un pasado que aún duele, pero al que también es imposible no recordar con cariño, como algo que fueron, y que tal vez aún quisieran ser, pero que nunca es posible.
Y las canciones funcionan siempre, o casi siempre, con una perfección de relojería. O más bien como un reloj que tiene, en el centro mismo de sus engranajes, una bomba a punto de estallar.

Canarios (Canarios)
La historia es simple: el cantante y una mujer cruzan el Río de la Plata, desde Montevideo hacia Buenos Aires. No se sabe si es que están relacionados de alguna manera, si es que son viejas llamas el uno para el otro, o si son solamente amigos.
Pero cada uno de los detalles de la letra, nimios en principio, son los que hacen que el viaje sea especial, como todo viaje, como toda vida, nimia en principio. Valentina es toda luz mientras fuma mirando el río, mientras cumple con uno de los mayores actos de caridad que una mujer puede cumplir: dejar que alguien la admire.
Luego, el narrador la mira mientras duerme, y toda la ternura que puede generarte alguien que quieres al dormir solo se refleja en una caricia sobre un tatuaje.
Ex (Canarios)
De nuevo, la anécdota detrás de la canción (una pareja de amigos que van, en un día soleado, a visitar un río o un lago que solían frecuentar en su niñez) es de una sencillez tal que es posible dejarla pasar de largo sin prestarle atención, y escuchar la canción solo como melodía y arreglos y ritmo.
Pero luego escuchas la respuesta de Isabel cuando le preguntan por su antigua novia, y todo tiene sentido, y todo el día cambia.
Atravesando el pueblo en plena siesta
el ruido del motor parece un insecto enloquecido
pero debajo del zumbido
la escucho murmurar
«que triste es definirse como ex»

Memorial en el cerro (Todos estos cables rojos)
Otra vez dos personas pasando una tarde muerta, otra vez son los detalles chiquitos los que hacen una atmósfera que es también un escenario, pero que es, sobre todo, un preámbulo para una de las estrofas más desoladoras que he leído:
Decís que hay gente que extrañás
y que hay gente que te gusta.
Y que hay gente que te quiere,
y no sabés por qué.

Antonio 92 (Ex)
Aquí, como en las demás canciones de esta selección, ya todo ha pasado, o aún está por pasar. O más bien ya se sabe que nada va a pasar, que toda la historia es más bien una anécdota, de las que quedan casi como un pie de página.
Aunque hay novelas hechas de pie de página.
Luego clavó una tachuela en medio de mi retrato
y no es contigo el problema, el problema soy yo
pasáme una dorixina, pasáme de largo
“Antonio dice que todo está mucho mejor”
If you must write…
Hace poco me volvieron las jaquecas. Recurrentes durante los últimos años del colegio, y durante toda la universidad, eran ya tres años, el mismo tiempo que llevo viviendo fuera de la ciudad donde crecí, que no me venían con esta intensidad, si es que llegaban a venir.
Ahora, han vuelto. Es extraño que, a pesar de que los últimos meses fueron de mucha tensión laboral y personal, el dolor haya vuelto recién cuando el golpe emocional y la carga laboral han disminuido considerablemente, como si, cuando lo necesitaba, mi cuerpo se hubiera mantenido estable, firme en sus líneas, para que una vez seguro que no iba a perder la batalla, se relajara un poco, dejando a la luz sus debilidades estructurales.
El dolor es muy concreto: está centrado en mi ojo derecho. Comienza siempre igual, un ligero malestar, un pequeño cosquilleo, me avisa que va a venir. Y sin embargo, es inevitable. En poco tiempo estoy inmovilizado, con una fuerte presión en el globo ocular, y los músculos de la cara tensos, y los dientes apretados. Sentado, mirando el vacío, trato de controlar las corrientes de dolor como si fueran un líquido canalizable, o el ki de todos los animes que he visto. Por lo general, no lo consigo.

Hoy, mientras esperaba que me pase el dolor, me acordé de un cuento de Cortázar. En mi memoria, el cuento describía muchos tipos diferentes de dolores de cabeza, explayándose durante páginas y páginas con las maneras más fantásticas de tratarlos. No es así. El cuento es más bien pequeño, y los dolores de cabeza están contenidos en un párrafo o dos, mientras que la mayor parte de la narración está centrada en un criadero de manscupias, en la rutina necesaria para mantenerlas vivas. Aún así, no creo que el título (Cefalea) sea casual.
Nunca fui fan de Cortázar. Tal vez sea porque nunca fui fan de los cuentos en general, ni de los fantásticos en particular. Tal vez sea, también, porque leí Rayuela (futuro libro oficial de EBM, propuesto por Darío) muy chico, antes de poder sentirme identificado, siquiera parcialmente, con los personajes (¿y si cambiamos las discusiones sobre grabaciones perdidas de jazz y filosofía por joyas post-punk y cultura pop, estaríamos de verdad tan alejados?), antes de entender porque alguien podría enamorarse de Maga (aunque, por lo que recuerdo, dudo mucho que ahora podría hacerlo, a esa mujer le faltan dientes). Antes de entender cuál era el chiste de las referencias.
Un par de semanas atrás, conversaba con Agustín sobre las referencias al escribir. Me dijo, y estoy de acuerdo con él, que habría que usarlas lo menos posible, con mucho cuidado. Tiene razón: las referencias mal usadas, las que se explicitan en demasía, o aquellas a las que se les nota las costuras, no son más que un MIRA QUE GRANDE LA TENGO metido en medio del texto, así, en mayúsculas. Vanidad, vacuidad.
Pero, cuando se usan bien, las referencias pueden darle un significado nuevo a todo, más profundo, más real. Creo que el mejor ejemplo que he encontrado de esto es del mismo Cortázar (acá). Leído sin saber más, el dolor de Johnny Carter se entiende como un dolor inmenso. Leído a la luz de lo que dice en realidad, el dolor de Johnny Carter se convierte en lo que realmente debería ser lo que se siente ante la muerte de un hijo: la destrucción del mundo, la desaparición de Dios.
¿Qué hacer, entonces? Robar, robar sin lugar a dudas. Pero robar bien, siendo conscientes que recurrimos a lo que dijeron los demás para expresar esas pulsiones internas que solo pueden ser nuestras. Y hacerlo con una sonrisa de oreja a oreja.
Por lo demás, ya el soundtrack lo tenemos.
Fare Un Film Come Un Sogno.
Durante mucho tiempo no vi películas. Tres motivos me llevaron a esto: la sosa vida de una provincia con muy poco interés cultural; la falta de una conexión potente a internet, unida a la imposibilidad de mantener la computadora prendida el tiempo suficiente para que baje una película de una buena vez; y mi naturaleza obsesiva y completista: la posibilidad de ver películas de Lynch o Jarmusch o Anderson sin haber interiorizado a Welles, a Hitchkock o a Eisenstein ni se me cruzaba por la mente. Mi adolescencia estuvo así sostenida por libros y canciones, y el celuloide hizo poco por mi educación sentimental.
Aún ahora puedo identificarme más con Zavalita y el gusanito que le roe el pecho, o con Zeno y su mediocridad, que con el carisma de los gangsters de Godard.
Enter Fellini. Lo que empezó con una motivación totalmente pragmática (para practicar mi italiano podría haber recurrido con igual facilidad a Bertolucci, De Sica o Antonioni) se convirtió en uno de esos hermosos viajes de descubrimiento de una Obra, similar a leer una tras otras las novelas de Roth, los comics de Alan Moore, o escuchar a Dylan entre el Bringing it all Back Home y el Blood on the Tracks. Genialidad pura, sin destilar.
Porque Fellini es ese tipo de artista: obsesivo, meticuloso, técnicamente perfecto, atento al espíritu del tiempo que le toco vivir, personal. Pero, sobre todo, humano. Humano como James Joyce o César Vallejo o Chris Ware son artistas humanos: porque, más allá del virtuosismo técnico y las propuestas formales de vanguardia, lo que interesa en su obra son las personas y su relación con lo demás.
Relación que Fellini llega a captar con al detalle, con empatía: Cabiria, la prostituta que odia al mundo, hipnotizada se nos revela como una muchachita insegura, y el gesto duro se vuelve angelical, luminoso, cuando cree que al fin ha encontrado el amor; la adolescencia es ese baile, acompañado y solitario al mismo tiempo, que los muchachos de Amarcord llevan a cabo en medio de la niebla; Guido Anselmi no consigue liberarse de su bloqueo hasta que se da cuenta que su vida alimenta su obra y su obra no es más que el alimento de su vida.
Toda esta preocupación por la persona común, por la folla, Fellini nos la presenta envuelta en uno de los imaginarios más personales que existen. El mundo de Fellini, a partir de La Dolce Vita en adelante, es el mundo de la duermevela, ese momento en el que somos conscientes que lo que está pasando no es real, que no puede ser real, y sin embargo nos hundimos en la falta de coherencia con la certeza de que en ella se encuentra el verdadero sentido que, cuando estamos despiertos, nunca podemos encontrar.
Como un rinoceronte flotando a la deriva en un bote en medio del mar, la obra de Fellini confunde e hipnotiza, y nos remite a algo que tal vez nunca podamos descifrar pero que, de llegar a hacerlo, podría resolvernos la existencia.


