de criollismo, pt. 1: sueños de opio
A diferencia de países como Colombia o Brasil, donde aún es posible reconocer en el ADN de música popular contemporánea la influencia del vallenato o de la samba, o de los EEUU, donde la música country tiene un considerable éxito de ventas, o de lo que pueda pasar en países de lo que poco o nada llegamos saber (Etiopía, por ejemplo), en el Perú la música que durante gran parte del siglo XX se identificó con lo nacional, la música criolla, nombre original si es que los hay, está muerta de toda mortandad.
Cada 31 de octubre, fecha en la que se celebra, o se debería celebrar, Halloween lo ocupa todo, vemos reaparecer, como zombies o fantasmas, a sus estrellas ya olvidadas reclamando un poco del antiguo lustre que perdieron hace mucho. Políticos y periodistas se rasgan las vestiduras lamentando el desinterés de una juventud que se identifica más con modas extranjeras que con las tradiciones de su pueblo, mientras que la juventud entera hace caso omiso a lo que debería hacerse, y hace lo que quiere.
Motivos para que esto haya sucedido hay muchos. El principal es, creo, los cambios sociales que vivió Lima a partir de la segunda mitad del siglo. La migración masiva no solo ha cambiado el rostro de la capital, ha hecho lo propio con sus gustos, y es posible ver ahora conciertos multitudinarios de cantantes de huayno, mientras que derivados de la cumbia amazónica y norteña dominan el FM.
No se trata, sin embargo, de una ausencia de talento. Cantantes tenemos, y superlativos. Pero si tu repertorio está compuesto de canciones escritas hace más de 30 años, hay pocas posibilidades de conectarte con personas que han crecido entre las bombas y viven en las redes.
(Y, como pasa casi siempre, todas mis teorías y mis teoremas se deshacen sobre sí mismos al chocar con la realidad de las cosas: escucho a Oscar Avilés, tan vital, tan real, como si la esquina y el callejón aún fueran lugares de creación y de vida, y escucho a Susana Baca, tan elegantemente triste, capaz de iluminar el mundo con su negrura, y me digo que los culpables no son ellos, como siempre los culpables somos nosotros que jamás entendimos ni entenderemos nada. Pero a algo iba, y ahí voy.)
Y a lo que iba, y a lo que voy, es que, a pesar del paulatino abandono de la percepción de importancia del Autor, del creador individual, frente a una obra, abandono que se ve perfectamente ilustrado hoy en día por las acciones colectivas de Annonymous, o en la Wikipedia, es solamente la aparición de estos Autores la que permite, la que origina, evoluciones en la cultura.
Felipe Pinglo Alva es uno de ellos. En el momento en el que aparece, el recambio generacional en la música criolla se hacía necesario. Descendiente de valses vieneses, mazurcas polacas y jotas españolas cholificados, es recién a principios del siglo XX que esta música se consolida como una entidad independiente y reconocible como tal, articulada en torno a manifestaciones populares, y a algunos compositores y grupos (Montes y Manrique, Karamanduka, Pedro Manrique), conocidos luego como la Guardia Vieja.
Para la década de 1920, ya la temática y la estructura de las canciones había empezado a anquilosarse, a tornarse repetitiva y previsible. La popularidad de tangos y boleros, traídos con el cine, amenazaba también con sofocar al criollismo. La obra de Pinglo, compleja y multifascética, fue la inyección de vida que necesitaba la música criolla.
Inyección de vida que comienza como muchas: ignorando por completo lo que manda la tradición, y haciendo precisamente lo contrario. Utilizando como base aquellos ritmos extranjeros (no solo el bolero y el tango, también el fox-trot, el one-step y el jazz) que muchos criollos tradicionales ignoraban o despreciaban, Pinglo introduce innovaciones rítmicas y armónicas que definieron su década, y las que vinieron.
Pero es en la temática de sus canciones en donde Pinglo modifica de manera sustancial el vals peruano. Además del amor no correspondido, tema criollo por excelencia, sus canciones hablan de su tiempo: la migración a Lima, la industrialización, la polarización de las clases sociales, la modernidad, la droga, el tiempo. Todo esto filtrado por una sensibilidad mayor, capaz de encontrar los detalles precisos que vuelven una escena memorable.
El Plebeyo, por ejemplo, comienza con una descripción del anochecer en una ciudad que empieza a modernizarse (“la luz artificial, con débil proyección, propicia la penumbra que esconde en su sombra venganza y traición”), para contar luego el drama de Luis Enrique, enamorado de una mujer de clase más alta. Drama que pasaríamos por alto si la melodía que lo encarna no fuera tan hermosa y compleja.
Es exactamente en esta capacidad de hermanar melodía y letra en la que radica la genialidad de Pinglo. El coro de Porfiria es una obra maestra de la mala leche, la canción perfecta de despecho y victoria del abandonado. Es imposible no sentir esa alegría contenida que suelta el cantante cuando le dice, a quien quiso y ya no quiere, que “todititito lo has perdido, por ambiciosa y necia”.
Y luego está la que es para mí la canción que mejor ejemplifica lo sintonizado que estaba Felipe Pinglo Alva con el espíritu de su época: Palabras Esdrújulas. Lo que es aparentemente un vals común y corriente se convierte en una exploración del lenguaje y sus posibilidades sonoras, muy en línea de lo que hacían entonces Vallejo, Adán, Oquendo de Amat. Palabras esdrújulas es, aunque tal vez ahora suena a oxímoron, un vals vanguardista