No te acordás
En una entrevista que leí hace un montón de años, Fernando Cabrera confesaba ser incapaz de escuchar sus primeros discos – producidos y mezclado por él mismo -, ya que luego de editarlos y re-escucharlos y corregirlos durante meses y meses se saturó y los terminó odiando. Trabajé mezclando varios discos (tanto de bandas mías como ajenas) y siempre pasa eso: Luego de terminados no se pueden escuchar por meses, a veces hasta años, y escucharlos luegos da una sensación rarísima, perturbadora, como ver la filmación de un momento que no recordabas claramente haber vivido. Es un intercambio un tanto cruel: Al trabajar en la creación de algo perdés inevitablemente poder disfrutarlo luego. En casos donde trabajé en un disco y no participé activamente en la mezcla, fue una maravilla poder escucharlo y disfrutarlo como un álbum común y corriente.
Hace unas semanas fuí a la presentación del nuevo disco de Buenos Muchachos, en uno de esos shows bien “presentación de disco” con muchos invitados, puesta en escena, luces, en lugar bien coqueto, etc. Los Buenos Muchachos fueron (y un poco siempre serán) mi banda uruguaya favorita: El primer show al que recuerdo haber ido fue de ellos, en la Sala Zitarrosa, hace más de 12 años. Después de esa vez los vi muchas, muchas veces. Pero ya está, se agotó: Excepto cuando hacen un show bastante distinto (cómo el segmento acústica en la presentación, o unos shows acústicos breves que hicieron en El Tartamudo) ya no puedo verlos más, lo cual me molesta horrores. Se perdió la magia, no los puedo ver como un mero “Espectador” sino de una forma más abstracta, con un pie en el escenario y otro abajo, viendo cada detalle, cada error, cada reacción del público. No es que no disfrute realmente de los shows, la paso bárbaro, pero no tiene nada que ver con el disfrute inicial que hubo los primeros años que los veía casi religiosamente. Hablando esto con José (baterista de Buenos Muchachos, que también toca conmigo en La Hermana Menor) me decía “Está claro que vos no tendrías que venir más, ya ni se para qué vas!”.
Es raro pensar que esas experiencias tienen una “fecha de caducidad”, pero parece que sí.
Esta ‘sobredosis de información’ no solo ocurre escuchando demasiadas veces una banda o escuchando demasiadas veces tu propia música: La escucha intensiva y técnica de la música hace que uno la termine apreciando de una forma diferente. Se vuelve imposible no poder darse cuenta de efectos de producción, de intenciones en la letra, de cadencias, las ideas y decisiones detrás de cada arreglo, de cada golpe de tambor, influencias de cada banda, etc.
Una vez Martín me contó una anécdota de un director de cine que afirmaba no poder ver una película sin ver las cámaras y los cables atrás de cada escena. Es lo mismo. Obviamente no es que escuchar música se vuelva intolerable pero sería lindo poder escuchar la música de nuevo como esa masa informe y libre de conceptos, como cuando eramos niños (hablo un poco de lo mismo en este otro post).
La semana pasada vi una obra de Danza Contemporánea que arrancaba más o menos así: La bailarina se situaba en el medio del escenario, estática, totalmente a oscuras excepto por un foco de luz que apenas (muy apenas) la iluminaba.
¿Vieron cuando apagás la luz antes de ir a dormir, ves todo negro y lentamente empezás a distinguir una serie de artefactos, colores para luego lograr distinguir las formas y siluetas cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad? Bueno, en esta primera escena la luz era tan tenue que apenas se podía ver a la protagonista, sus bordes, su cara, la forma de su cuerpo se borroneaba y parecía que se moviese y transmutara. Muy, muuuy lentamente, se agregaban unos sonidos, y muuuy lentamente, la bailarina movía los brazos, levantándolos a sus costados. La obra después se fue para otros lados, pero toda esta escena duró más de 15 minutos que los pasé mirando muy concentrado, donde no pasaba casi nada pero pasaba muchísimo.
Disfruté de toda la obra en general, pero lo que me quedó más en la mente fue mi incapacidad de hablar de ella, de tener los conocimientos y el ‘lenguaje’ necesario para poder definir porqué me gustó lo que vi. Todo se reducía a expresiones sencillísimas, tipo “No me gustó la parte de la música punchi-punchi” o “Me encantó la parte con luz violeta y donde la bailarina hizo una cosa rara con los brazos”. Volver a sentir eso al ver un espectáculo me pareció super refrescante, y también me gustó mucho hablar con bailarinas y con gente que conoce mucho el ámbito y podía explicarme desde sus puntos de vista qué les gusto de esa obra o qué no, utilizando términos como «el cuerpo» y «el lenguaje». Una amiga me dijo que la obra le perturbó mucho porque le pareció que utilizaba el lenguaje de la danza – movimientos de la actriz, a la música, las luces, el uso del espacio, y la combinación de todos esos elementos – de una forma fascista, violenta, que no te daba posibilidades para interpretarla de formas diferentes. Y se descubrió disfrutando de esta opción cerrada y dura del arte: “Esto que me gusta está mal, es jodido”. Jamás se me hubiera ocurrido ver la obra de esa forma.
No es una cuestión de ir persiguiendo distintas disciplinas para re-vivir esas sensaciones – pensar eso me suena medio patético y desesperante. Simplemente que es lindo volver a sentir experiencias perdidas en lugares donde uno no se lo esperaba, que son cosas que pasan, y que seguirán pasando.