Una introducción a Twine y la ficción interactiva.

(esta nota fue originalmente publicada en La Diaria el miércoles 4 de julio. De cualquier forma, fue bastante editada en cuanto al tono para este pequeño y querido blog)

Es muy fácil visualizar gráficamente el panorama de los videojuegos hoy en día: Soldados armados hasta los dientes peleando contra hordas de monstruos alienígenas. Guerreros medievales rescatando doncellas con muy poca ropa, simuladores de carreras de autos, de fútbol, de tenis, etc. Más guerreros, marines, héroes mitológicos, dragones, espadas, magos, naves espaciales. Todos juegos realistas, con excelentes gráficos, y miles y miles de horas de trabajo hechos por equipos de cientas de personas que se fijan en cada detalle para que el jugador promedio se sienta conforme y satisfecho. Ya hace más de diez años que hay muy poca diferencia entre el mundo de los videojuegos y el cine hollywoodense más pochoclero. La situación es simple: los juegos realistas y modernos, como por ejemplo los de las franquicias Call of Duty, Assassin’s Creed o Grand Theft Auto – son carísimos y al ser los riesgos tan altos, las productoras terminan construyendo la misma experiencia y refritando el mismo juego de siempre.

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Bo, jueguen a esto.

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Este juego llamado «Way» es interesantísimo. Es divertido jugarlo sólo una vez, pero realmente vale la pena. Tampoco se puede explicar mucho del mismo porque parte del encanto y gracia es ir descubriendo cómo funciona. Sólo diré un par de cosas: Es multiplayer, de a dos personas anónimas y aleatorias en el mundo.
Digamos, que es un juego sobre el lenguaje y aprender a comunicarse con alguien totalmente desconocido.
Instalenlo, conéctenlo con su cuenta de Twitter y pruebenlo. Es una gran experiencia.


Algunos comentarios acerca del Starcraft II

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– Ayer terminé la campaña del Starcraft II, Wings of Liberty. Luego de la última cutscene en video, empezaron los créditos, y ahí me sorprendí mucho: Los créditos venían con botones: Uno para ponerle pausa, otro para que vayan más rápido, y otro para que vayan más lento. Yendo a máxima velocidad, pasaron unos buenos 5 minutos de cientos y cientos de nombres pasando hasta que me aburrí y le di escape y cerré el juego.
– La queja general en todas las reviews sobre el SCII es más o menos la misma: «¿Porqué tardó 12 años hacerse un juego tan similar a su predecesor? ¿Qué onda?». Miles de personas trabajaron acá. Y si hay algo que se sabe muy bien, es que Blizzard no hace las cosas por capricho ni azar.
– En cuanto a diseño y detalle, el SCII es el juego más obsesivo que vi en mi vida. Cada unidad, pedacito de pasto, piedra, explosión, ventanita de interfaz, línea de dialogo, todo, TODO esta pulido a la ultra-perfección para que el público del juego lo ame.¿Y cual es el público objetivo del Starcraft? Yo lo separaría en tres grupos: a) Jugadores ‘normales’ que jugaron al Starcraft anteriormente b) Jugadores ‘hardcore’ que juegan al Starcraft como un deporte ( recuerden que en Corea del Sur el Starcraft es casi un deporte nacional y hay 2 canales de TV donde pasan partidos). Y por último, c) jugadores nuevos, en su mayoría algunos de los millones de jugadores de World of Warcraft, su juego más popular y famoso.
– Esto hace que el Starcraft II sea increíblemente conservador. Se juega más o menos igual que su predecesor. Uno entra en una misión luego de haber jugado al Starcraft original y ya entiende todo. La forma de conseguir y manipular recursos es iguales. Las unidades funcionan en mayor o menor medida iguales. Pero obviamente también hay novedades, no muchas, pero las suficientes. Más unidades, más variadas, más divertidas. Las unidades especiales (como los ‘heroes’ del Warcraft) tienen diseños diferentes. Etc.
– Hay una gran diferencia en la campaña, el modo de un solo jugador. Al contrario que la del juego original, acá las misiones son divertidas, y muy variadas. Cada nivel tiene un desafío, una idea fresca de como encarar la misión, y no solamente se trata de machacar enemigos hasta morir. Igual puede ser bastante fácil: Elegí jugarla en «normal» y solamente perdí dos veces en toda la campaña. Y hay un nivel de dificultad aún más bajo. Hay una ligera no-linearidad en los niveles, pudiendo elegir algunos caminos, lo cual lo hacen ligeramente más interesante. Lo último que se quiere hacer acá es reinventar la rueda.

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– La historia es una gronchada de ciencia ficción totalmente ridícula que seguramente le va a encantar a cualquier nerd de 13-15 años. Los personajes son todos estereotipos sumamente sencillos. Hay una historia de romance que es tan secundaria que da risa. Hay cierto nivel épico que agarra un poco del Animé. Hay afane a Starship Troopers a cara de perro también (el programa de noticias «irónico», por ejemplo). Controlamos al tradicional hombre blanco de treinta y pico, que es un rogue de un imperio, bla bla bla. Toda, toda la historia, ya la leyeron y vieron en cincuenta mil películas más.
– Sin embargo, comparando con otros juegos que me bajé últimamente, el Starcraft II lo terminé entero y sin problemas, y con bastante entusiasmo. No creo que juegue multiplayer (además mi máquina anda en los límites corriendo este juego), pero esta muy, muy bien hecho. Starcraft II  se podría comparar con Avatar de James Cameron, con los últimos discos de U2: Monstruos gigantes, donde todo esta donde tiene que estar, donde no hay sorpresas. Que uno pueda disfrutarlo o no, depende en larga medida de como se lleve con conceptos como esos, en materia de videojuegos.


A Youth Well Wasted.

1.

No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez, pero sí recuerdo una de las primeras. Tenía un grupo de amigos del barrio que vivían en la otra punta de la cuadra, en una mitad que, para mis 5 o 6 años, parecía tan lejana como Letonia. Eran un grupo de gamberros, más bien, de los que se quedan despiertos hasta bien tarde boludeando en la cuadra, en chancletas y bermudas.

Uno de ellos tenía un Atari. Vivía en una casa aburrida y gris, donde siempre me sentía incómodo y donde había demasiados miembros de una familia para mi mente de chico de familia nuclear de lo más normal del mundo.

Al lado de la casa de este muchacho, un chico al que le decían Turi tenía otra Atari. Supuestamente más moderna. Con más juegos. Recuerdo que me hizo entrar en su casa y me mostró su habitación llena de fotos de mujeres en bikini, cosa que en su momento me asqueó y horrorizó. Yo me tapaba los ojos y enrojecía de la vergüenza mientras él intentaba fmostrarme viejas vedettes, de revista Gente o Caras, pelos alborotados con fijador y raíces visibles, mallas enterizas con agujero en la panza o bikini, mucho delineador.

Jugamos a Spider-Man en el Atari y era una especie de mancha insólita que saltaba encima de un fondo perpetuamente igual, perpetuamente igual, perpetuamente igual, de edificios grises con ventanas blancas. En cámara lenta, como parecía todo en una Atari, como si a cada pixel individual le costase lo indecible moverse.
Y mi primera impresión: ¿Qué pasaba que Spider-Man no se parecía en nada al Spider-Man que yo conocía sino que era una masa de cuadraditos de colores?

2.

Año…91 o 92, no lo sé bien. Año fundamental para el crecimiento de mi carácter. El año en que empecé a leer comics. Ese año, mis padres emprendieron su único viaje exótico en los últimos 15 o 20 años. A Venezuela. Caracas. Había un congreso de psicoanálisis. Nos dejaron con nuestros abuelos. Y yo, hoy, a la distancia, me percato del pánico que tenía a mi abuelo, anátomo-patólogo de buen corazón pero formas duras y secas, que creía en la disciplina de manera más fervorosa que mis padres y cuyos comentarios educativos y lecciones me aterraban.

De esas semanas de dormir temprano, comer los vegetales, escuchar sermones con voz férrea y reprimendas insolubles, mi recompensa fue el Family Game que me trajeron mis padres. ¡Un Family Game de Venezuela! Lástima que no haya sido un Family Game bolivariano. En aquella época los venezolanos tenían a su Menem personal, Carlos Andrés Peréz, a quién Chavez intentó derrocar.

El aparato venía con 64 juegos en su memoria. Lo cual era, en aquel entonces, una enormidad de aventuras posibles. El problema: solo funcionaba en una pequeña televisión 16 pulgadas que teníamos en la cocina de casa. Que era blanco y negro. Un problema con la norma. Curiosamente, la única tele que multinorma era la más vieja. Así que, durante tardes enteras me sentaba frente a esa pequeña pantalla, con un grupo de niños a mi alrededor (una regla general del jugador de videojuego infantil y los grupos: el dueño es siempre el que juega el 90% del tiempo, mientras sus amigos miran, es así, no hay modo de ocultarlo, el que pone la máquina domina) jugando cosas como el Contra (nunca aprendí el Konami Code a tiempo, solo llegaba al tercer nivel), Lifeforce, Mario, Antarctic Adventure, Mappy, 1944, Twinbee, Battle Tanks, Battletoads (su legendaria dificultad es muy real) y un juego de aventuras cuyo nombre nunca recordaré (además estaba en japonés) en el cual eras un pequeño espadachín que se metía en cuartos para recolectar armas y matar monstruos.

El día que tuve mi primer Megaman (en su versión japonesa de “Rockman”) volví corriendo tan emocionado a casa que me caí y me golpee la quijada. Compre un juego de X-Men que era poco mejor que el juego de Spider-Man que había experimentado en Atari. Mi primer Castlevania, el original, demostró ser demasiado difícil para mis habilidades juveniles. Sin embargo, en general, tenía pocos juegos realmente buenos, y mucha porquería comprada por la caja o porque la protagonizaba algún héroe de la televisión o el comic. La mayoría de los juegos que disfruté y terminé eran prestados. Supongo que eso les pasa a muchos niños que comienzan a jugar videojuegos.

3.

A los 12 años me regalaron una Mega Drive. En el interim me había vuelto un ávido consumidor de revistas de videojuegos españolas y argentinas. Como en tantos otros ámbitos de la vida, me atraía casi tanto lo que se decía sobre un objeto que el objeto en sí mismo, y me devoraba las reseñas y las guías (por algún motivo recuerdo una guía del juego Flashback, de Mega Drive, que me afectó mucho emocionalmente. Hasta el día de hoy no le he jugado). Era un modo también de experimentar juegos que venían en consolas que yo no contaba con esperanza de obtener. Cuantas veces quise una Neo Geo, pero parecía inadmisiblemente cara, inclusive en Carlitoslandia.

Por esas casualidades de mi complexión mental, que me impulsa a organizar todo en mi cabeza en dicotomías antinómicas, en aquel momento había decidido (del mismo modo que había decidido, un par de años antes, que me gustaba más DC que Marvel y había vendido todos los comics de la Casa de las Ideas a una librería de segunda mano) que me gustaba más Sega que Nintendo. No sé exactamente por qué. Probablemente porque Sega me parecía más desprotegido, el underdog, mientras que Nintendo tenía a casi todos los personajes importantes y además recibía elogios incesantes por cosas como Starfox y Donkey Kong Country. Era la consola cheta, la que tenían los chicos con verdadero dinero que podían pagar sus cartuchos.

El Sega llegó a mi casa un Noviembre caluroso con un solo juego: Mortal Kombat 2, que había visto en los numerosos fichines que asperjaban las calles del centro tucumano y, como a cualquier niño de 12 años que descubre un nuevo grado de violencia, me había impresionado mucho.

[Breve interludio.

¿Hubo alguna época de la vida en que los fichines no fuesen antros de perdición y mugre para las madres y algunos niños impresionables? ¿Donde no circulasen historias sobre drogas y abuso de menores en sus recintos?

Yo recuerdo que esa era la sensación general en Tucumán cuando crecía. Incluso hubo uno que cerró, según se recuerda, porque las acusaciones de venta de estupefacientes eran reales (el edificio continúa abandonado hasta el día de hoy)

Sin embargo, mis padres nunca me impidieron concurrir. Me abandonaban en la zona con 2 o 5 pesos (que en aquella época alcanzaban cómodamente para 8 fichas, un cono de papas fritas y una coca) y me pasaban a buscar un par de horas más tarde. Quizás mis padres eran simplemente irresponsables.

En los fichines conocí Cadillacs & Dinosaurs, todas las sagas de pelea de SNK, el Turtles In Time, el Space Invaders original, el Gal Panic (evidencia suficiente de su sordidez para un niño, hombres y adolescentes desnudando núbiles japonesitas) el Snow Brothers, el Joe & Mac y el Street Fighter. Perdía muy rápido. Cuando era muy chico, pensaba, engañado por las pantallas de prueba, que se podía jugar sin fichas. No me gustaba hacer combates, a pesar de que si cumplía con el rol infinitamente común del “observador”, ese personaje que se para detrás de quien juega, se pone contento cuando gana, se agarra la cabeza cuando le pegan demasiado y, en general, se queda como un maniquí detrás del jugador, que también parece un muñeco de plástico con articulaciones solo en sus muñecas.

Luego, en mi adolescencia, pasaba a jugarme unos morlacos en Marvel Vs. Capcom, House of The Dead y Point Blank, la última edad dorada de los fichines en mi ciudad y en el país entero. Salía de inglés y disparaba a unos zombies o ninjas de cartón. Luego de ello llegó la computadora a mi casa y los arcades pasaron a un segundísimo plano. Ya no eran escasos ni lejanos, de pronto uno podía jugar en su casa con la misma calidad de imagen.

Este año cerró la última gran casa de videojuegos de mi ciudad. Se llamaba “Tic Tac Toe” y durante años subsistió, en un local gigantesco del centro, vendiendo tarjetas recargables en vez de fichas y acumulando gigantescos grupos de adolescentes que se reunían en su puerta para escuchar cumbia. Hoy en día es un estacionamiento, que todavía conserva las pinturas y dibujos de su antiguo negocio en las paredes. ]

Me dediqué a jugar durante tardes enteras y aprenderme cada Fatality, cada Babality y cada Friendship, ayudado por el ingente consumo de revistas especializadas. Luego, armé una galería de personajes bizarros de videojuego, que sólo existía en mi cabeza y que se reunía para combatir el crimen, en un team up inexistente: Boogerman, Vectorman, Earthworm Jim, Sonic…

El Sega fue la primera consola en que recuerdo haber terminado juegos, una combinación de perseverancia típica de la mayor edad y la posibilidad de utilizar contraseñas y guardar el progreso (la ubicuidad de la guardada quizás sea EL avance en la arquitectura de los videojuegos de los últimos 10 años: es lo que permite que un juego se pueda jugar de principio a fin, que sea experimentado como una narrativa o una verdadera aventura y les quita un alto nivel de frustración. Vuelve, también, a los jóvenes despreocupados por la cantidad de vidas. Hoy veo niños jugando y casi que no les importa su energía y, en todos los respectos, la cantidad de vidas se ha vuelto infinita).

Luego, a medida que los años avanzaban, mi Megadrive fue quedando tristemente obsoleta. Se comenzaron a romper los joysticks y los transformadores, la antena ya no conectaba, los juegos se extinguían. El aparato quedo abandonado en un rincón de mi armario, donde descansa hasta el día de hoy, manco, ciego y mudo.

4.

Los últimos encuentros de mi adolescencia se refieren a la tercera generación de consolas y a la posibilidad de la emulación.

Unos amigos compraron la Playstation 1 cuando todavía era una novedad. Yo recién estaba saliendo de la primaria y ellos, una pareja de mellizos masculino-femenina, eran de mis mejores amigos en la escuela de la cual estaba saliendo y a la cual luego odie por mi circunstancial condición de outsider en aquellos años.

Los primeros veranos post-primaria me los pase en su casa, jugando a la Play y desarrollando el gusto por los controles analógicos y el verdadero 3d. Volvíamos de un club de barrio al cual íbamos a la pileta, toda la tarde (donde, nadando 40 largos por día, en un verano entre primer y segundo año, perdí la mayoría de mi sobrepeso) y nos apoltronábamos con los ojos rojos y las extremidades cansadas a beber jugo, comer galletitas y pegarle a los botones. De aquellas épocas recuerdo el Resident Evil 2 (juego infernal, donde realmente todo te daba miedo y la muerte estaba a la vuelta de la esquina), el Crash Bandicoot 1 y 3 (nunca jugamos al dos, no sé porque, pero terminamos ambos y me parecía un gran plataformas), el Midnight Creatures, el Twisted Metal (jamás domine completamente la estrategia de destrucción, pero era un juego jodidamente divertido) y algún que otro juego más. No llegue a jugar, sin embargo, a la mayoría de los juegos que luego compondrían el catalogo más innovador de la máquina de Sony. Mucho beat’em’up y juego de lucha estúpido.

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Luego perdí el contacto con ellos, de la manera en que suele suceder: cambiando de grupo de amigos cada unos cuantos años. Quedaron olvidados en su pequeño departamento de la calle Moreno, junto con la Playstation y las bicicletas que utilizábamos para salir a recorrer la ciudad, a veces hasta el cerro, casi todos los sábados. Seguí jugando a la Play, pero en estos casos generalmente solo se reducía a largas maratones de Marvel Vs. Capcom o King Of Fighters (juego que jamás logre dominar a la perfección, cuyos combos siempre me parecieron demasiado difíciles pero que sin embargo me seducía por su amplitud de opciones, por la sensación, siempre evanescente, de que uno de esos personajes tenía que ser el tuyo).

Al mismo tiempo, la adquisición de una computadora causó que, de golpe, pudiese entrar al maravilloso mundo de los emuladores. En ese breve interludio, re-descubrí por primera vez a las máquinas de Nintendo, con especial énfasis en el Super Nintendo y el Gameboy.

En esa primavera adolescente dorada en la cual todavía no me daba cuenta del mucho tiempo que tenía para desperdiciar sin culpa y sin miedo, me dedique intensamente a terminar el Zelda: A Link To The Past, que todavía me parece una de las mejores aventuras que jugué en mi vida, y a darle obsesivamente al Pokemon Red. Nunca llegue a jugar a las siguientes versiones de este álbum de figuritas en forma de videojuego, pero debo decir que los meses que pase recolectando Charizards, Hypnos y Grimers fueron de los más divertidos de ese año. Pokemon tiene algo que justifica su enorme éxito y es que, realmente, su biblioteca de monstruos esta encantadoramente diseñada y tiene una variación maravillosa, que pueden hacer las delicias de cualquier niño con gusto por la naturaleza, los seres míticos o síndrome obsesivo compulsivo.

De este período recuerdo, por último, un juego difícil de calificar de popular: el Actraiser, una combinación extrañísima de God Game y juego de plataformas al estilo beat’em’up en el cual uno jugaba como una especie de Arcángel que debía colonizar secciones de un mundo salvaje para luego mantener a sus habitantes felices y contentos mediante la plegaria, el agua, las plantaciones de granos y los edificios. Creo que lo que más disfrutaba del mismo, justamente, eran las porciones en que se transformaba en un God Game, sobre todo porque era relativamente sencillo, con una cantidad de ítems limitada y un manejo simple de sus pantallas. Nunca llegué a terminarlo, porque su última pantalla se me hizo demasiado difícil.

Luego de eso llegaron las chicas, el alcohol, las drogas y los recitales, y los videojuegos se vieron expulsados durante muchos años de mi existencia. Pensaba que eso era el crecimiento natural de cualquier persona de mi franja etaria, que los videojuegos eran algo que debía quedar en la infancia y la post-infancia. Utilizaba contra ellos el mismo prejuicio que siempre deteste, combatí y nunca adherí de los comics: que eran un modo de expresión que tiene circunscripta su vida útil a un determinado período biológico.

No me daba cuenta que yo pertenecía ya a esa generación para la cual los videojuegos no eran un entretenimiento pasajero, sino que formaban parte del sonido de fondo de nuestro crecimiento. Que ya habían deformado nuestra mente indeciblemente. Que el germen estaba plantado desde aquella Atari.

Lo único que hizo falta fue un instante fuera de guardia, un juego nuevo de plataformas imaginativo, un momento de tranquilidad, la compra de una Play 2 por parte de un sobrino…y las manos se movieron como si estuviesen programadas, como si el joystick hubiese venido estratificado en nuestro ADN. La verdadera frase del siglo XXI es: “Es como jugar videojuegos. Una vez que lo aprendes nunca más te olvidas”.


Skip Level

Time Fcuk es el nuevo juego de Edmund McMillen. No me gusta y no quiero hablar de él, pero si quiero hablar de un detalle. En la barra del costado hay un botón con una letra Z. Cuando el curso le pasa por arriba dice «Skip Level». Cuando lo vi pasé casi un segundo pensando en que cosa podía hacer ese botón y me di cuenta que debía hacer exactamente lo que decía. Y sí, el botón te deja saltearte el nivel.

Voy a ser justo y reconocer que sólo te deja apretar el botón dos veces, teniendo en cuenta que «sólo dos veces» es dos veces más de lo que te permite cualquier juego decente de toda la historia. A esto es a lo que llegamos. «Accesibilidad» es el mantra favorito en el mundo de los videojuegos en esta época. Convertir todo en un juego casual, hacer todo para el mínimo denominador común de jugador, asegurarse de que nadie, no importa qué haga ni cómo, se quede sin ver el juego completo. Nintendo hace una consola que espera venderle ya no a los hijos sino a las madres y declara que en sus próximos juegos vamos a poder pasar por alto pedazos de los mismos que se nos compliquen. ¿Es todavía posible que un juego de Nintendo se complique? ¿Hay gente que se traba jugando a los últimos juegos de Mario? Ok, uno puede ver las razones para que los ejecutivos de Nintendo, en una sala de reuniones de sus headquarters en Kyoto, sin ningún contacto con la realidad, tomen decisiones como esa, pero acá estoy viendo a un joven desarrollador independiente, posiblemente inteligente; que hace juegos no aptos para todo público que podrían ofender a más de una persona sensible; al que una vez le di cinco dólares por un disco con sus juegos que se perdió en el correo y me dio otro gratis, así que hasta diría que me cae simpático; haciendo esto. Sí, esto es a lo que llegamos.

El problema básico con esta práctica, que entiendo que Nintendo no quiera entender pero no puedo entender que otra gente no entienda, es el siguiente: esta opción le quita valor al juego. No tengo ninguna razón para considerar que un nivel es más relevante que otro, por lo tanto no tengo ninguna razón para saltearme un nivel en lugar de otro, saltearme uno es como saltearme cualquier otro y si consideré que un nivel no valía la pena jugarlo, no tengo ninguna razón para no considerar lo mismo de todos los demás, porque tienen el mismo valor. Con un botón como ese, es el juego él que le está quitando el valor a sus niveles, está diciéndote que no importa que los juegues o no, y si el juego mismo no cree que vale la pena jugarlo, ¿cómo puedo creerlo yo, que soy el que tiene que hacerlo? Dejé el juego después de un par de niveles porque me aburrió, aunque también podría decir que lo terminé pero elegí saltearme todos los niveles que me quedaban.

No jueguen esto, no pierdan el tiempo. Mejor esperen que la semana que viene sale el nuevo RunMan y va a ser genial. Y dificilísimo.